TEMA 8

TEMA 8: LITERATURA MEDIEVAL

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La catedral del mar
Lee el primer capítulo de La catedral del mar de Ildefonso Falcones y realiza el comentario de texto que tienes a continuación:




Primera parte : Siervos de la tierra

Año 1320
Masía de Bernat Estanyol
Navarcles, Principado de Cataluña

En un momento en el que nadie parecía prestarle atención, Bernat levantó la vista hacia el nítido cielo azul. El sol tenue de finales de septiembre acariciaba los rostros de sus invitados. Había invertido tantas horas y esfuerzos en la preparación de la fiesta que sólo un tiempo inclemente podría haberla deslucido. Bernat sonrió al cielo otoñal y, cuando bajó la vista, su sonrisa se acentuó al escuchar el alborozo que reinaba en la explanada de piedra que se abría frente a la puerta de los corrales, en la planta baja de la masía.
La treintena de invitados estaba exultante: la vendimia de aquel año había sido espléndida. Todos, hombres, mujeres y niños, habían trabajado de sol a sol, primero recolectando la uva y después pisándola, sin permitirse una jornada de descanso.
Sólo cuando el vino estaba dispuesto para hervir en sus barricas y los hollejos de la uva habían sido almacenados para destilar orujo durante los tediosos días de invierno, los payeses celebraban las fiestas de septiembre. Y Bernat Estanyol había elegido contraer matrimonio durante esos días.
Bernat observó a sus invitados. Habían tenido que levantarse al alba para recorrer a pie la distancia, en algunos casos muy extensa, que separaba sus masías de la de los Estanyol. Charlaban con animación, quizá de la boda, quizá de la cosecha, quizá de ambas cosas; algunos, como un grupo donde se hallaban sus primos Estanyol y la familia Puig, parientes de su cuñado, estallaron en carcajadas y lo miraron con picardía. Bernat notó que se sonrojaba y eludió la insinuación; no quiso siquiera imaginar la causa de aquellas risas. Desperdigados por la explanada de la masía distinguió a los Fontaníes, a los Vila, a los Joaniquet y, por supuesto, a los familiares de la novia: los Esteve.
Bernat miró de reojo a su suegro, Pere Esteve, que no hacía más que pasear su inmensa barriga, sonriendo a unos y dirigiéndose de inmediato a otros. Pere volvió el alegre rostro hacia él y Bernat se vio obligado a saludarle por enésima vez. Éste buscó con la mirada a sus cuñados y los encontró mezclados entre los invitados. Desde el primer momento lo habían tratado con cierto recelo, por mucho que Bernat se hubiera esforzado por ganárselos.
Bernat volvió a levantar la vista al cielo. La cosecha y el tiempo habían decidido acompañarlo en su fiesta. Miró hacia su masía y de nuevo hacia la gente y frunció ligeramente los labios. De repente, pese al tumulto reinante, se sintió solo. Apenas hacía un año que su padre había fallecido; en cuanto a Guiamona, su hermana, que se había instalado en Barcelona después de casarse, no había dado respuesta a los recados que él le había enviado, pese a lo mucho que le hubiera gustado volver a verla. Era el único familiar directo que le quedaba desde la muerte de su padre...
Una muerte que había convertido la masía de los Estanyol en el centro de interés de toda la región: casamenteras y padres conhijas núbiles habían desfilado por ella sin cesar. Antes nadie acudía a visitarlos, pero la muerte de su padre, a quien sus arranques de rebeldía le habían merecido el apodo de «el loco Estanyol», había devuelto las esperanzas a quienes deseaban casar a su hija con el payés más rico de la región.
—Ya eres lo bastante mayor para casarte —le decían—. ¿Cuántos años tienes?
Veintisiete, creo —contestaba.
—A esa edad ya casi deberías tener nietos —le recriminaban—. ¿Qué harás solo en esta masía? Necesitas una mujer.
Bernat recibía los consejos con paciencia, sabiendo que indefectiblemente iban seguidos por la mención de una candidata, cuyas virtudes superaban la fuerza del buey y la belleza de la más increíble puesta de sol.
El tema no le resultaba nuevo. Ya el loco Estanyol, viudo tras nacer Guiamona, había intentado casarlo, pero todos los padres con hijas casaderas habían salido de la masía lanzando imprecaciones: nadie podía hacer frente a las exigencias del loco Estanyol en cuanto a la dote que debía aportar su futura nuera. De modo que el interés por Bernat fue decayendo. Con la edad, el anciano empeoró y sus desvaríos de rebeldía se convirtieron en delirios. Bernat se volcó en el cuidado de las tierras y de su padre y, de repente, a los veintisiete años, se encontró solo y asediado.
Sin embargo, la primera visita que recibió Bernat cuando todavía no había enterrado al difunto fue la del alguacil del señor de Navarcles, su señor feudal. «¡Cuánta razón tenías, padre!», pensó Bernat al ver llegar al alguacil y varios soldados a caballo.
—Cuando yo muera —le había repetido el viejo hasta la saciedad en los momentos en que recuperaba la cordura—, ellos vendrán; entonces debes enseñarles el testamento. —Y señalaba con un gesto la piedra bajo la cual, envuelto en cuero, se hallaba el documento que recogía las últimas voluntades del loco Estanyol.
—¿Por qué, padre? —le preguntó Bernat la primera vez que le hizo aquella advertencia.
—Como bien sabes —le contestó—, poseemos estas tierras en enfiteusis, pero yo soy viudo, y si no hubiera hecho testamento, a mi muerte el señor tendría derecho a quedarse con la mitad de todos nuestros muebles y animales. Ese derecho se llama de intestia; hay muchos otros a favor de los señores y debes conocerlos todos. Vendrán, Bernat; vendrán a llevarse lo que es nuestro, y sólo si les enseñas el testamento podrás librarte de ellos.
—¿Y si me lo quitasen? —preguntó Bernat—. Ya sabes cómo son...
—Aunque lo hicieran, está registrado en los libros.
La ira del alguacil y la del señor corrieron por la región e hicieron aún más atractiva la situación del huérfano, heredero de todos los bienes del loco.
Bernat recordaba muy bien la visita que le había hecho su ahora suegro antes del comienzo de la vendimia. Cinco sueldos, un colchón y una camisa blanca de lino; aquélla era la dote que ofrecía por su hija Francesca.
—¿Para qué quiero yo una camisa blanca de lino? —le preguntó Bernat sin dejar de trastear con la paja en la planta baja de la masía.
—Mira —contestó Pere Esteve.
Apoyándose sobre la horca, Bernat miró hacia donde le señalaba Pere Esteve: la entrada del establo. La horca cayó sobre la paja. A contraluz apareció Francesca, vestida con la camisa blanca de lino... ¡Su cuerpo entero se le ofrecía a través de ella!
Un escalofrío recorrió la espina dorsal de Bernat. Pere Esteve sonrió.
Bernat aceptó la oferta. Lo hizo allí mismo, en el pajar, sin ni siquiera acercarse a la muchacha, pero sin apartar los ojos de ella.
—¡Te felicito! —oyó que le decían por detrás mientras le palmeaban con fuerza la espalda. Su suegro se había acercado a él—. Cuídamela bien —añadió siguiendo la mirada de Bernat y señalando a la muchacha, que ya no sabía dónde esconderse—. Aunque si la vida que le vas a proporcionar es como esta fiesta... Es el mejor banquete que he visto nunca. ¡Seguro que ni el señor de Navarcles puede gozar de estos manjares!
Bernat había querido agasajar a sus invitados y había preparado cuarenta y siete hogazas de pan rubio de harina de trigo; había evitado la cebada, el centeno o la espelta, usuales en la alimentación de los payeses. ¡Harina de trigo candeal, blanca como la camisa de su esposa! Cargado con las hogazas acudió al castillo de Navarcles para cocerlas en el horno del señor pensando que, como siempre, dos hogazas serían suficiente pago para que le permitieran hacerlo. Los ojos del hornero se abrieron como platos ante el pan de trigo, y luego se cerraron formando unas inescrutables rendijas. En aquella ocasión el pago ascendió a siete hogazas y Bernat abandonó el castillo jurando contra la ley que les impedía tener horno de cocer pan en sus hogares..., y forja, y guarnicionería...
—Seguro —le contestó a su suegro, apartando de su mente aquel mal recuerdo.
Ambos observaron la explanada de la masía. Quizá le hubieran robado parte del pan, pensó Bernat, pero no el vino que ahora bebían sus invitados —el mejor, el que había trasegado su padre y habían dejado envejecer durante años—, ni la carne de cerdo salada, ni la olla de verduras con un par de gallinas, ni, por supuesto, los cuatro corderos que, abiertos en canal y atados en palos, se asaban lentamente sobre las brasas, chisporroteando y despidiendo un aroma irresistible.
De repente las mujeres se pusieron en movimiento. La olla ya estaba lista y las escudillas que los invitados habían traído empezaron a llenarse. Pere y Bernat tomaron asiento a la única mesa que había en la explanada y las mujeres acudieron a servirles; nadie se sentó en las cuatro sillas restantes.
La gente, de pie, sentada en maderos o en el suelo, empezó a dar cuenta del ágape con la mirada puesta en unos corderos constantemente vigilados por algunas mujeres, mientras bebían vino, charlaban, gritaban y reían.
—Una gran fiesta, sí señor —sentenció Pere Esteve entre cucharada y cucharada.
Alguien brindó por los novios. Al momento todos se sumaron.
—¡Francesca! —gritó su padre con el vaso alzado hacia la novia, que se hallaba entre las mujeres, junto a los corderos.
Bernat miró a la muchacha, que de nuevo escondió el rostro.
—Está nerviosa —la excusó Pere guiñándole un ojo—. ¡Francesca, hija! —volvió a gritar—. ¡Brinda con nosotros! Aprovecha ahora, porque dentro de poco nos iremos... casi todos.
Las carcajadas azoraron todavía más a Francesca. La muchacha levantó a media altura un vaso que le habían puesto en la mano y, sin beber de él y dando la espalda a las risas, volvió a dirigir su atención a los corderos.
Pere Esteve chocó su vaso contra el de Bernat haciendo saltar el vino. Los invitados los imitaron.
—Ya te encargarás tú de que se le pase la timidez —le dijo con voz potente, para que le oyeran todos los presentes.
Las carcajadas estallaron de nuevo, en esta ocasión acompañadas de pícaros comentarios a los que Bernat prefirió no prestar atención.
Entre risas y bromas todos dieron buena cuenta del vino, del cerdo y de la olla de verduras y gallina. Cuando las mujeres empezaban a retirar los corderos de las brasas, un grupo de invitados calló y desvió la mirada hacia el linde del bosque de las tierras de Bernat, situado más allá de unos extensos campos de cultivo, al final de un suave declive del terreno que los Estanyol habían aprovechado para plantar parte de las cepas que les proporcionaban tan excelente vino.
En unos segundos se hizo el silencio entre los presentes.
Tres jinetes habían aparecido entre los árboles. Seguían sus pasos varios hombres a pie, uniformados.
—¿Qué hará aquí? —preguntó en un susurro Pere Esteve.
Bernat siguió con la mirada a los hombres que se acercaban rodeando los campos. Los invitados murmuraban entre sí.
—No lo entiendo —dijo al fin Bernat, también en un susurro—, nunca había pasado por aquí. No es el camino del castillo.
—No me gusta nada esta visita —añadió Pere Esteve.
La comitiva se movía lentamente. A medida que las figuras se acercaban, las risas y los comentarios de los jinetes sustituían el alboroto que hasta entonces había reinado en la explanada; todos pudieron escucharlos. Bernat observó a sus invitados; algunos de ellos ya no miraban y permanecían con la cabeza gacha. Buscó a Francesca, que se encontraba entre las mujeres. El vozarrón del señor de Navarcles llegó hasta ellos. Bernat sintió que lo invadía la ira.
—¡Bernat! ¡Bernat! —exclamó Pere Esteve zarandeándole el brazo—. ¿Qué haces aquí? Corre a recibirlo.
Bernat se levantó de un salto y corrió a recibir a su señor.
—Sed bienvenido a vuestra casa —lo saludó, jadeante, cuando estuvo ante él.
Llorenç de Bellera, señor de Navarcles, tiró de las riendas de su caballo y se detuvo frente a Bernat.
—¿Tú eres Estanyol, el hijo del loco? —inquirió secamente.
—Sí, señor.
—Hemos estado cazando, y de vuelta al castillo nos ha sorprendido esta fiesta. ¿A qué se debe?
Entre los caballos, Bernat acertó a vislumbrar a los soldados, cargados con distintas piezas: conejos, liebres y gallos salvajes. «Es vuestra visita la que necesita explicación —le hubiera gustado contestarle—. ¿O es que tal vez el hornero os informó del pan de trigo candeal?»
Hasta los caballos, quietos y con sus grandes ojos redondos dirigidos hacia él, parecían esperar su respuesta.
—A mi matrimonio, señor.
—¿Con quién te has desposado?
—Con la hija de Pere Esteve, señor.
Llorenç de Bellera permaneció en silencio, mirando a Bernat por encima de la cabeza de su caballo. Los animales piafaron ruidosamente.
—¿Y? —ladró Llorenç de Bellera.
—Mi esposa y yo mismo —dijo Bernat tratando de disimular su disgusto— nos sentiríamos muy honrados si su señoría y sus acompañantes tuvieran a bien unirse a nosotros.
—Tenemos sed, Estanyol —afirmó el señor de Bellera por toda respuesta.
Los caballos se pusieron en movimiento sin necesidad de que los caballeros los espoleasen. Bernat, cabizbajo, se dirigió hacia la masía al lado de su señor. Al final del camino se habían congregado todos los invitados para recibirlo; las mujeres con la vista en el suelo, los hombres descubiertos. Un rumor ininteligible se levantó cuando Llorenç de Bellera se detuvo ante ellos.
—Vamos, vamos —les ordenó mientras desmontaba—; que siga la fiesta.
La gente obedeció y dio media vuelta en silencio. Varios soldados se acercaron a los caballos y se hicieron cargo de los animales. Bernat acompañó a sus nuevos invitados hasta la mesa a la que habían estado sentados Pere y él. Tanto sus escudillas como sus vasos habían desaparecido.
El señor de Bellera y sus dos acompañantes tomaron asiento. Bernat se retiró unos pasos mientras éstos empezaban a charlar. Las mujeres acudieron prestas con jarras de vino, vasos, hogazas de pan, escudillas con gallina, platos de cerdo salado y el cordero recién hecho. Bernat buscó con la mirada a Francesca, pero no la encontró. No estaba entre las mujeres. Su mirada se cruzó con la de su suegro, que ya estaba junto a los demás invitados, y éste señaló con el mentón en dirección a las mujeres. Con un gesto casi imperceptible Pere Esteve sacudió la cabeza y se dio media vuelta.
—¡Continuad con vuestra fiesta! —gritó Llorenç de Bellera con una pierna de cordero en la mano—. ¡Vamos, venga, adelante!
En silencio, los invitados empezaron a dirigirse hacia las brasas donde se habían asado los corderos. Sólo un grupo permaneció quieto, a salvo de las miradas del señor y sus amigos: Pere Esteve, sus hijos y algunos invitados más. Bernat vislumbró el blanco de la camisa de lino entre ellos y se acercó.
—Vete de aquí, estúpido —ladró su suegro.
Antes de que pudiera decir nada, la madre de Francesca le puso un plato de cordero en las manos y le susurró:
—Atiende al señor y no te acerques a mi hija.
Los payeses empezaron a dar cuenta del cordero, en silencio, mirando de reojo hacia la mesa. En la explanada sólo se oían las carcajadas y los gritos del señor de Navarcles y sus dos amigos. Los soldados descansaban apartados de la fiesta.
—Antes se os oía reír —gritó el señor de Bellera—, tanto que incluso habéis espantado la caza. ¡Reíd, maldita sea!
Nadie lo hizo.
—Bestias rústicas —dijo a sus acompañantes, que acogieron el comentario con carcajadas.
Los tres saciaron su apetito con el cordero y el pan candeal. El cerdo salado y las escudillas de gallina quedaron arrinconados en la mesa. Bernat comió de pie, algo apartado, y mirando de soslayo hacia el grupo de mujeres en el que se escondía Francesca.
—¡Más vino! —exigió el señor de Bellera levantando el vaso—. Estanyol —gritó de repente buscándolo entre los invitados—, la próxima vez que me pagues el censo de mis tierras, tendrás que traerme vino como éste, no el brebaje con que tu padre me ha estado engañando hasta ahora. —Bernat lo oyó a sus espaldas. La madre de Francesca se acercaba con la jarra—. Estanyol, ¿dónde estás?
El caballero golpeó la mesa justo cuando la mujer acercaba la jarra para llenarle la copa. Unas gotas de vino salpicaron la ropa de Llorenç de Bellera.
Bernat ya se había acercado hasta él. Los amigos del señor se reían de la situación y Pere Esteve se había llevado las manos al rostro.
—¡Vieja estúpida! ¿Cómo te atreves a derramar el vino? —La mujer agachó la cabeza en señal de sumisión, y cuando el señor hizo amago de abofetearla, se apartó y cayó al suelo. Llorenç de Bellera se volvió hacia sus amigos y estalló en carcajadas al ver cómo la anciana se alejaba gateando. Después recuperó la seriedad y se dirigió a Bernat—: Vaya, estás aquí, Estanyol. ¡Mira lo que logran las viejas torpes! ¿Acaso pretendes ofender a tu señor? ¿Tan ignorante eres que no sabes que los invitados deben ser atendidos por la señora de la casa? ¿Dónde está la novia? —preguntó, paseando la mirada por la explanada—. ¿Dónde está la novia? —gritó ante su silencio.
Pere Esteve tomó a Francesca del brazo y se acercó hasta la mesa para entregársela a Bernat. La muchacha temblaba.
—Señoría —dijo Bernat—, os presento a mi mujer, Francesca.
—Eso está mejor —comentó Llorenç, examinándola de arriba abajo sin recato alguno—, mucho mejor. Tú nos servirás el vino a partir de ahora. [...]


Cantar de Mío Cid

El Cantar de Mío Cid no ha dejado de ser actualidad. Lee este artículo de eldiario.es: "El Cantar de Mío Cid es un coñazo"

O este otro:  El 'Cantar del Mio Cid' contiene el "primer rechazo" a la violencia machista
Ya en tono de parodia, el Cid cobra actualidad de la mano de José Mota con "Españoles por el tiempo"

O esta adaptación un tanto peculiar




Audio Cadena Ser. Capítulo I Cantar de Mío Cid


COMENTARIO DE TEXTOS

Para comentar correctamente un texto, tenemos que partir de una perfecta comprensión del mismo. Usa diccionario siempre que lo necesites pero no empieces hasta que no hayas entendido todo. Si no tu comentario ya estará cimentándose mal. Estarás hablando de algo que ni siquiera comprendes. Imagínate que tuvieras que hablar de Física cuántica sin tener ni idea.

Vamos a simultanear nuestro primer comentario de textos literarios con el comentario del cortometraje Paperman.

1. Localización del corto. Director, año, premios... (ficha técnica)
2. Análisis del contenido: 2.1. Hallar el tema. Veámos este vídeo para ayudarte a determinar el tema:








 También te puede ayudar este ejemplo:

 

EJERCICIOS RESUELTOS SOBRE TEMA, ORGANIZACIÓN DE LAS IDEAS Y RESUMEN


TEXTO 1 
Una vez pasó por el pueblo una banda de pobres titi­riteros. El jefe de ella, que llegó con la mujer grave­mente enferma y embarazada, y con tres hijos que le ayudaban, hacía de payaso. Mientras él estaba en la plaza del pueblo haciendo reír a los niños y aun a los grandes, ella, sintiéndose de pronto gravemente indis­puesta, se tuvo que retirar, y se retiró escoltada por una mirada de congoja del payaso y una risotada de los ni­ños. Y escoltada por Don Manuel, que luego, en un rin­cón de la cuadra de la posada, la ayudó a bien morir. Y cuando, acabada la fiesta, supo el pueblo y supo el pa­yaso la tragedia, fuéronse todos a la posada y el pobre hombre, diciendo con llanto en la voz: «Bien se dice, señor cura, que es usted todo un santo», se acercó a este queriendo tomarle la mano para besársela, pero Don Manuel se adelantó, y tomándosela al payaso, pronun­ció ante todos:
-El santo eres tú, honrado payaso; te vi trabajar y comprendí que no sólo lo haces para dar pan a tus hijos, sino también para dar alegría a los de los otros, y yo te digo que tu mujer, la madre de tus hijos, a quien he des­pedido a Dios mientras trabajabas y alegrabas, descansa en el Señor, y que tú irás a juntarte con ella y a que te pa­guen riendo los ángeles a los que haces reír en el cielo de contento.
Miguel de Unamuno, San Manuel Bueno, mártir. 
   TEMA:
La bondad del payaso y de Don Manuel por la entrega de ambos a los demás.  
    ORGANIZACIÓN DE LAS IDEAS:
Partiendo de un suceso contado de una forma lineal (la muerte de la mujer de un payaso mientres éste actuaba en la plaza del pueblo) se va a poner de manifiesto la idea principal del texto, la bondad de los dos protagonistas.
En primer lugar la bondad del payaso: ya se nos sugiere por su oficiose nos va destacando por su acción,muy a su pesar ("mirada de congoja" mientras se llevaban a su esposa), de no privar a los niños de su actuación; y se nos confirma en sus palabras al agradecer y atribuir santidad a Don Manuel, incluso en una situación tan complicada.
En segundo lugar, y superponiéndose en parte con lo dicho en referencia al payaso, la de Don Manuel siguiendo un estricto paralelismo con los motivos que nos presentan como bueno al otro protagonista:oficio, en este caso de sacerdote, dedicado como el payaso a los demás (está implícito en el texto); acciónde ayudar a "bien morir" a la mujer y de no consentir que el payaso le besara la mano; y palabras, muy humildes, que atribuyen la santidad al payaso y que engrandecen su figura.
    RESUMEN:
La mujer de un payaso que actuaba en la plaza de un pueblo se indispone durante la función y muere en la posada ayudada por Don Manuel. Cuando el payaso llega le da las gracias destacando su santidad, pero Don Manuel le replica que el santo es él por su dedicación a los demás y augura que se juntará en el cielo con su esposa.


DON QUIJOTE

A partir de un fragmento de El Quijote, en concreto del capítulo IV, en el que se narra el encuentro con unos mercaderes toledanos se plantea una serie de preguntas y se anima a narrar la historia de otra forma.
LECTURA EN VOZ ALTA
Vida de don Quijote
Capítulo IV, 1ª parte
Y habiendo andado como dos millas, descubrió don Quijote un grande tropel de gente, que, como después se supo, eran unos mercaderes toledanos que iban a comprar seda a Murcia. Eran seis, y venían con sus quitasoles, con otros cuatro criados a caballo y tres mozos de mulas a pie. Apenas los divisó don Quijote, cuando se imaginó ser cosa de nueva aventura [...]. Y, puesto en la mitad del camino, estuvo esperando que aquellos caballeros andantes llegasen, que ya él por tales los tenía y juzgaba; y, cuando llegaron a trecho que se pudieron ver y oír, levantó don Quijote la voz y con ademán arrogante dijo:
—Todo el mundo se tenga, si todo el mundo no confiesa que no hay en el mundo todo doncella más hermosa que la Emperatriz de la Mancha, la sin par Dulcinea del Toboso.
Paráronse los mercaderes al son de estas razones, y a ver la extraña figura del que las decía; y por la figura y por las razones luego echaron de ver la locura de su dueño, mas quisieron ver despacio en qué paraba aquella confesión que se les pedía, y uno de ellos, que era un poco burlón y muy mucho discreto, le dijo:
—Señor caballero, nosotros no conocemos quién sea esa buena señora que decís; mostrádnosla, que, si ella fuere de tanta hermosura como significáis, de buena gana y sin apremio alguno confesaremos la verdad que por parte vuestra nos es pedida.
—Si os la mostrara —replicó don Quijote—, ¿qué hiciérades vosotros en confesar una verdad tan notoria? La importancia está en que sin verla lo habéis de creer, confesar, afirmar, jurar y defender; donde no, conmigo sois en batalla, gente descomunal y soberbia. [...]
—Señor caballero —replicó el mercader—, suplico a vuestra merced en nombre de todos estos príncipes que aquí estamos que, porque no encarguemos nuestras conciencias confesando una cosa por nosotros jamás vista ni oída, y más siendo tan en perjuicio de las emperatrices y reinas del Alcarria y Extremadura, que vuestra merced sea servido de mostrarnos algún retrato de esa señora,[...]; y aun creo que estamos ya tan de su parte, que, aunque su retrato nos muestre que es tuerta de un ojo y que del otro le mana bermellón y piedra azufre, con todo eso, por complacer a vuestra merced, diremos en su favor todo lo que quisiere.
—No le mana, canalla infame —respondió don Quijote encendido en cólera—, no le mana, digo, eso que decís, sino ámbar y algalia entre algodones; y no es tuerta ni corcovada, sino más derecha que un huso de Guadarrama. Pero vosotros pagaréis la grande blasfemia que habéis dicho contra tamaña beldad como es la de mi señora.
Y, en diciendo esto, arremetió con la lanza baja contra el que lo había dicho, con tanta furia y enojo, que si la buena suerte no hiciera que en la mitad del camino tropezara y cayera Rocinante, lo pasara mal el atrevido mercader. Cayó Rocinante, y fue rodando su amo una buena pieza por el campo; y, queriéndose levantar, jamás pudo: tal embarazo le causaban la lanza, adarga, espuelas y celada, con el peso de las antiguas armas. Y, entre tanto que pugnaba por levantarse y no podía, estaba diciendo:
—Non fuyáis, gente cobarde; gente cautiva, atended que no por culpa mía, sino de mi caballo, estoy aquí tendido.
Un mozo de mulas de los que allí venían, que no debía de ser muy bienintencionado, oyendo decir al pobre caído tantas arrogancias, no lo pudo sufrir sin darle la respuesta en las costillas.
El Quijote. Miguel de Cervantes.

COMPRENSIÓN
1– Resume brevemente este episodio. ¿Dónde se observa el realismo de la obra? ¿Y la locura de don Quijote?
2– ¿Quién es en realidad Dulcinea del Toboso? ¿Cómo la presenta don Quijote?
3– ¿Qué frase del mercader hace que se enfade don Quijote? ¿Por qué tiene ese efecto dicha frase?
4– ¿Qué significado tiene la expresión «darle la respuesta en las costillas» el mozo a don Quijote?
5– El lenguaje de don Quijote es a menudo arcaizante, imitando el de la Edad Media. Esto se manifiesta, por ejemplo, en que conserva la f- inicial de algunas palabras que ya la habían perdido en su época. Señala algún ejemplo.

EXPRESIÓN
1– Escribe la misma aventura que se narra en este texto como si sucediese en la actualidad. Adapta también el lenguaje, pero recuerda que don Quijote imita la forma de hablar de sus antepasados.

BUSCA INFORMACIÓN
1– ¿A qué llamamos desengaño Barroco? Investiga sobre los elementos de desengaño en la obra
2– Dulcinea es un personaje importante, pero que no aparece en la obra de Cervantes. Investiga sobre este y otros personajes femeninos que sí aparecen, unos idealizados, otros realistas y caricaturizados. ¿Qué características tienen? Podéis repartir el trabajo por grupos y presentar después los resultados de vuestra investigación en la clase
3– Descubre los lugares por los que pasa la “Ruta del Quijote”
  • Has visitado alguno de ellos
  • ¿Existe la ruta de Dulcinea?

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